Flaco, alto, un poco desgarbado, con las fosas nasales infestadas por el olor de las resinas, el pintor japonés Kato Tetuji vuelve a sus caminatas a través del río Komori. Aventurarse en sus riveras, dejó de ser ya una caminata habitual, para convertirse en una necesidad imperiosa que lo lleva a perderse en esa laberintosa pradera de cedros milenarios, cuyos límites se pierden en la mar.
Usted no se imagina cuánto le fascina tramontar esa vertiente mítica, tan apartada del mundo, no registrada por ninguna cartografía, pero tan viva y real para este tributario. A la poca luz de una tarde ya mortecina, Kato huye de toda visibilidad, de la presión social, del compromiso y se interna en la jungla, emparentándose con las grullas, siervos sika, salamandras siberianas y sobre todo de yamenkos (gatos monteses), gastados hasta la saciedad por el arte tradicional.
Instintivamente, busca los lugares más apartados donde la naturaleza le cante sus notas más sosegadoras, condimentos necesarios para su alma. Al cabo de la medianoche ha llegado hasta un páramo desconocido donde se deja cautivar por un silencio casi absoluto y es al mismo tiempo el elemento propicio para acampar. No permite la compañía de nadie. Sabe cuan peligrosas pueden tornarse estas travesías, del daño irreversible que podría ocasionar a quienes no tengan en el corazón la vocación por la aventura, el exponerse a las vicisitudes de una vida salvaje y temeraria. Bajo esa carpa de lona gastada, están sólo él, su caña de pescar, una tetera de hierro, una olla de arcilla, su cámara fotográfica y esos cientos de rostros que como centellas se agitaban en su inconsciente. Pues bien, todo pudo haber quedado en casa, menos aquellos retratos que a la verdad le han producido un mayor desgaste del cual todavía no se puede reponer. Los mismos son vivos, se forman y reforman –subrepticiamente- al pálpito de un par de sienes febrífugas y, es como, una obsesión fatal del cual le cuesta librarse. Es su mayor desasosiego.
A diferencia de aquellas pinturas de objetos, de personajes, de sueños y visiones, de ideas y disparates sin número, se sabe que sus retratos se gestan en su interior a través de un vibrato cetáceo. Hacerlos y deshacerlos, vez tras vez, constituyen su martirio, su inacabable océano de hiel. Son cifrados extremadamente agudos, partos dolorosos que lo dejan extenuado y con media vida. Son- por decirlo de algún modo- una especie vampírica que exacerban su talento, dejándole casi como un despojo gimiente en medio de todo ese atelier atestado de tinta y de risa, de sueño y paradoja. ¡Que la brisa del Komori lo regocije!
En ese primer día, Kato despertó con el murmullo de las aguas. Hoy no será solo un nuevo día sino que será una criatura distinta, al punto de no reconocerse, aunque valga la pena hacernos aquella pregunta, quizá común y trillada, ¿puede el hombre saber en verdad quién es? En sus escondites a través del Komori, como una especie que el mundo arroja a las cuevas, su necesidad y curiosidad por conocerse es tan sensible que algunas veces querrá- simbólicamente- taparse los oídos con sus manos ahuesadas y le serán del todo imposibles dejar de escucharse. Está todavía acostado, meditando en el día que vendrá por delante, imaginándose conatos de pesca, la figuración de nuevas especies de peces que le traerá el río, con sus nuevas y emblemáticas adversidades.
Sin dejar de pasar más el tiempo toma la caña de pescar y se ubica sobre unas rocas tapizadas de verde esmeralda. Con una sensación de furia y arrebato, tira la carnada a lo más largo y más hondo del río. No tuvo que esperar mucho. Pescar en el Komori, es como cazar la inspiración por la bravura del color en esa mar insondable, inacabable, de la inspiración. De un solo trazo se aseguró la comida del día.
El sol del mediodía alumbra con su tibio fulgor el follaje de la isla. Es hora de comer, de calmar el rugido inaplazable del hambre que es una fiera más, de esas que lo acompañan en la selva. A pocos metros de la carpa, sobre una colina terrosa, Kato ha levantado una mesa enana, un fogón sobre el cual pone una olla repleta de cabezas de peces, tiras de piel, de espinazos indomeñables, en tanto que las vísceras con sus agallas las ha arrojado a los zorros rojos que lo asedian tímidamente. Con una paciencia casi mística, aguarda el punto del caldo dashi. La olla en ebullición, junto a su profano artífice, a lo lejos, aparece como una estampa antiquísima.
Cuando el potaje está listo, se sirve en plato hondo en una medida rasante, cuidando de no desperdiciar nada. Los caldos son parte de su dieta, le prodigan calor a su temperamento friolento, fortalecen sus huesos consumidos por sus hondas tristezas, y son a la postre un inapreciable tónico que le producen una inspiración extrasensorial, un sueño largo y absorbente que lo arrebatan de su dolorosa existencia.
Tomar la sopa al ritmo del agua incontaminada, del chapoteo de los mirlos buceadores, del grito distante de los macacos nivales, es de un gusto imperial indescriptible. Kato come con toda liberalidad, casi como un salvaje más en aquel humedal hermético y ensoñado. Los bocados de carne son aperitivos, muele con su gruesa dentadura el espinazo, saborea toda su esencia hasta quedarle seca la boca, más cuando fija la mirada (sus ojos de pronto se ilumina como gemas) en los cráneos que emergen enredados a los yuyos que le acompañan, los golpea con el palillo y se abren en dos. Aparece entonces el seso a su vista como un manjar apetitoso. Con un placer reservado de siglos come el seso sin decoro, deshaciéndola bajo el peso de una lengua alborotada; los pasa no sin acordarse de las escenas más exultantes de su vida.
Pero no come solo para sí. Repite el plato más de una vez, porque constata que de una manera extraña la ración se le acaba al momento, como si otros comieran del mismo plato. Cómo decirle que no come solo, que está como nunca rodeado de una sutil y taimada compañía. ¡Cómo le gusta a esa curiosa camaradería de comensales los sesos del pez ¡ Son uno y tantos rostros a la vez, tan idénticos como distintos.
El caldo dashi ha producido estragos en la cabeza de Kato, y lo mismo y creo aun peores de aquellos cientos de rostros que se tuercen y se agigantan, que se contornean locos e histéricos, arrojando todo su contenido zafio, desencadenando una noctámbula revolución a través el cual se liberaban en imágenes, en gritos sordos, en círculos y cuadraturas agonizantes. A sí, bajo el efecto de un estado limbótico, Kato vagabundeaba por la rivera hasta que el encanto de la luna bajo el cielo del Komori, lo detiene. “Qué hermosa es la luna en los cielos donde no hayan ojos que la puedan ver”, se dice mientras se acordaba cómo en las noches como esa, el escritor Junichiro Tanizaki se sentaba para contemplarla incansablemente. Ese rostro lácteo se volvía ante su atónita mirada en uno rodeado de manjares, con bocas en toda su faz, con ojos que guardaban puentes de metal, de agujas de cristal que perforaban su frente aterciopelada. Kato termina casi siempre riéndose hasta tocarse el vientre de dolor.
Sin embargo, su cabeza le pesa como un metal de acero, camina tambaleándose hasta apoyarse en un cedro. Mira al lecho del Komori y constata que sus aguas duermen un sueño invisible, fluyen quietas, fugaces, que parecen no existir del todo. En su fondo acontece una extraña mutación. El agua, la piedra, la hierba, las estrellas, el viento, todos se licuan en rostros de una picardía inusitada. Están los rostros de los cuarentaisiete Ronin al momento de su épico sacrificio, el rostro turbado y apacible del príncipe Genji que le pegunta si ha visto a su esposa, Murasaki Shikibu. También, lo asalta el rostro de Miyamoto Musasi, cuya Katana en ristre le hace saber que nunca perdió una batalla, el rostro de Hokusai, de Tokugawa, de Yukio Mishima…. Eran cientos y miles de rostros que le suplican el volver a la vida para empezar una nueva historia entre sus papeles traviesos e irreverentes.
A Kato no le interesa la antropología cultural ni la historia de los pueblos primitivos. Su arte no los necesita. Sus rostros brotan de su interior como el aliento en las fosas nasales. Son el resultado de una combustión interior, el fuselaje de un extraño naufragio acaecido en fugas impremeditados y penosos desvaríos. Aun cuando la mascarada del color sobrepuja con destreza sus superficies, no desmaya en su hipnótica fealdad, en su extravagante paranoia. Son tan apreciados, tan suyos, llevan a capote sus gestos más íntimos, sus sueños y sus locuras más atrevidas.
Sus rostros alcanzan una soberbia armonía de belleza y fealdad. En su estentórea expresión, la belleza y la fealdad son una ficción. Nacen de una realidad amarga y brutal, transformándose en irrealidad y vacío, en tiempo y estropicio. Sus rostros potencian a su pasmosa inspiración, donde lo bello y lo feo, el sentido y el sin sentido, lo bueno y lo malo son lo mismo.
A la mañana del décimo día, Kato desanda el Komori. Es un trance penoso, pero necesario. No podría vivir más tiempo solo en esa isla apartada. Debe regresar a casa para volcar el vestigio de sus aventuras en las telas, ha arrullarse como un huérfano en los cálidos brazos de su esposa, que no es poca cosa. Siempre fue y volvió, la cuenta de los cientos de veces que recorrió el Komori los puede llegar a saber si hace un cálculo deductivo, pero jamás sabrá las veces que podrá volver en lo sucesivo. Esta última idea lo aterra en gran manera. Su aspecto gastado reflejado en el río, su rostro agrietado como la pasa, el poco pelo entrecano que se hace cada vez más escaso, sus fuerzas que se disipan con la aventura y la pintura, le hablan de un tiempo circular cuyas ondas lo constriñen que lo empujan cada vez hacia un centro infinito e inevitable que llamamos muerte ante el cual el arte más refinado ni la ciencia más exacta o la más popular de las religiones, lo pueden evitar Esta sensación de impotencia y desamparo, lo hacen huir de todo y refugiarse en los humedales del Komori. Cuánto tiempo más sufrirá de esta ansiedad metafísica del alma, habrá para él un consuelo y una esperanza. Creo que sí, para él y toda la humanidad, Jesucristo es el único don inefable de vida y eternidad.
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